sábado, 6 de agosto de 2011

Derecho a la tristeza

El equilibrio emocional no se logra instalándose perpetuamente en un solo polo de las emociones. No siempre podemos estar alegres, derrochar felicidad y manifestar plenitud porque la vida nos hace pasar por circunstancias dolorosas que no lo permiten. Tampoco debemos acaparar el desasosiego y beberlo todo de un trago para emborracharnos permanentemente con él. No podemos vivir en las antípodas ni desequilibrar nuestro interior a base de negar lo que en él pasa.

A veces, uno está triste. Tiene ganas de llorar y romper con el mundo. Se cuestiona mil y un porqués que no le parecen justos y disputa, en sus adentros, batallas sangrientas con lo que parece azotarle en exceso. Hay circunstancias en las que la tristeza es la salida natural para no enloquecer. Y así hay que vivirlo. La postura estúpida de la sonrisa perpetua, pase lo que pase o esa alegría inapropiada asumida como vestimenta, suceda lo que suceda, no tiene sentido.

Hay que dejar que fluya hacia el exterior la amargura si se presenta. Llorar, si es preciso. Frotar con rabia nuestros ojos, dejar que rueden las lágrimas y sacudir la pena. No hacerlo así es colocar una bomba de relojería en las entrañas que tarde o temprano explota sin avisar. Y lo hace sin consultar qué va a estropear. Lamentablemente siempre mina la salud. Emociones y enfermedades van ligadas en la mayoría de los casos. La psique incide en lo somático para modificarlo a su antojo y canalizar el exceso de emociones negativas. La ira, el rencor, la agresividad contenida…y todo un cúmulo de malestares del alma trabajan sin cesar sobre lo orgánico para escapar así del espíritu y liberarse en el cuerpo. Por eso, si tenemos ganas de llorar hagámoslo. Si nuestro impulso es gritar nuestro malestar, manifestémoslo. Todo menos dejarlo dentro, ni arrojarlo a los demás. Eso sí, después de aligerar nuestra pena externalizándola, vayamos al baño, lavémonos la cara con agua muy fría, arreglemos nuestro cabello y mirémonos al espejo. Somos los mismos pero habremos mejorado infinitamente y nuestro interior se habrá serenado por un tiempo. Poco a poco, olvidará que necesita llorar siempre por lo mismo y acabaremos dejándolo ir.

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